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Oscar Niemeyer hacia los 100
1989: premio de las Artes Arte y compromiso social. “En sus obras ha sabido incorporar al racionalismo funcionalista los espacios sensuales y los valores poéticos que distinguen la cultura brasileña. A lo largo de su vida ha mantenido un transparente compromiso social. Su última gran obra, el Memorial de Latinoamérica, une a su belleza el proyecto de integración de las culturas de América Latina”, dice el acta del jurado de las artes. Niemeyer, Oscar: brasileño, arquitecto; vivió entre amigos, creyó en el futuro. Hace unos quince años, cierto anochecer de pereza, cercado de amigos en su estudio de Copacabana, Oscar Niemeyer dijo cómo le gustaría aparecer en las enciclopedias y libros de arquitectura: un registro corto, que no dijera nada más. A aquellas alturas, sin embargo, ya hacía años que enciclopedias y libros registraban páginas y páginas sobre ese brasileño inquieto, amigo de sus amigos, que cree en el futuro mientras sigue persiguiendo, a los 98 años de una vida vivida a cada minuto, la gracia y la levedad. Solamente sobre su trabajo existen alrededor de 40 libros en idiomas tan lejanos como el griego o el japonés. Nunca ha leído ninguno. En las obras que creó y esparció por medio mundo aparece la obstinación con que persigue el nuevo, y la asombrosa capacidad de inventar espacios cada vez más amplios para los osados vuelos de su imaginación, de desafiar las imposibilidades. Brasilia es el marco más conocido de su obra. La confluencia de lo que hizo antes y el anuncio de lo que haría después. Pero para Niemeyer no es más que eso: un marco. “Brasilia no es fundamental en mi trabajo”, dice el autor de sus palacios. “Me ha gustado hacer lo que hice porque fue un momento de optimismo, cuando todos creían que Brasil iba a mejorar, pero es una parte de mi trabajo. Una arquitectura diferente, por cierto. En Brasilia, los palacios pueden gustarle o no, pero jamás podrá decir que antes había visto algo igual. Un Congreso como aquel, una catedral como aquella... Puede que haya visto mejores, pero iguales, no. Eso es Brasilia”. Autor de mil proyectos, de los cuales más de la mitad se construyeron, sigue trabajando sin pausas. De lunes a sábado, llega a eso de las nueve y media de la mañana a su estudio, en la última planta de un edificio de los años treinta en el final de la playa de Copacabana. Y allí se queda hasta pasadas las ocho y media de la noche, cuando suele dirigirse al restaurante Terzetto, en el vecino barrio de Ipanema, para cenar siempre en la misma mesa –la primera a la derecha de quien entra– acompañado por amigos con quien comparte comida, vino tinto, bromas y recuerdos. Fuma unos puritos holandeses pequeños, suaves y raros, come poco, toma vino tinto, oye más de lo que habla, no pierde el humor. A las diez y algo se retira al amplio piso que ocupa en el mismo barrio, llevado por el motorista en un Mercedes Benz blanco. Hace años que dejó de manejar, y cuando lo hacía –él mismo es el primero en admitirlo–, era un peligro ambulante. Cuando le preguntan por qué sigue trabajando tanto a esas alturas de la vida, la respuesta es siempre la misma: “El trabajo me distrae. A mi edad, más vale estar ocupado, para no pasar el tiempo pensando tonterías”. Cuenta que le gusta quedarse solo en su despacho, repasando la vida e imaginando lo que vendrá. “A veces, el pasado aparece, y recuerdo a mis hermanos, a los amigos ya perdidos para siempre, y entonces una tristeza mansa y silenciosa me invade. Otras veces lo que irrumpe es la miseria del mundo, esa miseria inmensa que los más ricos aceptan, indiferentes”. “Soy radical”. Dice y reitera, con ligeras variantes, a lo largo de las últimas muchas décadas. Y para no dejar ninguna duda, escribió a mano, en la pared que está justo a la entrada de su estudio de Copacabana: “Cuando la vida se degrada y la esperanza huye del corazón de los hombres, la revolución es el camino a seguir”. Antes hubo otras frases. Él mismo las renueva a cada tanto. Ésta, la de ahora, fue modificada. Decía: “Cuando la miseria se multiplica y la esperanza huye del corazón de los hombres... Sólo la revolución”. Quiso ser más explícito. Manifestar su indignación es, para Niemeyer, algo tan esencial como el aire de cada mañana. En los años de la dictadura militar, en uno de los interrogatorios por los que pasó, sus inquisidores quisieron saber cómo pretendía cambiar la arquitectura. “No quiero cambiar la arquitectura, lo que quiero es cambiar esa sociedad de mierda”, contestó con serenidad. Fue fichado como correspondía: subversivo del más alto grado. Y encima comunista. “Nunca me callé. Nunca oculté mi posición de comunista. Es necesario protestar contra la miseria, las injusticias, las desigualdades. La arquitectura no cambia la vida de los pobres; para cambiarla hay que salir a la calle y protestar”, aclara a poco de cumplir los 99. Almuerza todos los días en la mesa de la sala principal de su estudio. Suele invitar a uno o dos amigos para compartir la comida. Una cosa no cambia nunca en esos almuerzos: el postre que Niemeyer dice haber inventado, crema de aguacate con helado de vainilla. Trabaja solo, creando los trazos generales de sus proyectos, que luego son detallados por otro equipo de profesionales. Se queda parado frente a la mesa de arquitecto. Diseña con plumones gruesos, de tinta negra. Los trazos nacen sueltos, veloces, siempre enamorados de las curvas, del desafío de inventar algo nuevo y bello. Dice que cuando encuentra la solución en el dibujo, de inmediato escribe la explicación. Si esa explicación no le parece clara y convincente, es porque el trazo está equivocado. Entonces, empieza otra vez. Recibe pedidos de proyectos de varias partes del mundo. España, Noruega, Italia, Alemania e Inglaterra están entre los más recientes. En los fondos del estudio tiene una pequeña sala atiborrada de libros, que es su refugio íntimo. Allí oye música, allí tiene sus conversas personales más profundas con el silencio. Por las mañanas suele tratar de la vasta correspondencia que recibe. Dicta las respuestas. A cada tanto recibe a periodistas que vienen de todo el mundo. Hace una selección rígida. Dice que de no ser así, pasaría la vida contestando preguntas de la prensa. Además, recibe caravanas de arquitectos que entran al estudio como quien entra en un templo de peregrinación. Con la muerte de su mujer, Anita, se tornó en patriarca de una familia compuesta por una hija única, Ana María, galerista de arte, cuatro nietos, 14 bisnietos y cuatro trinietos. Algunos trabajan en la fundación que lleva su nombre. Todos gravitan, de una o de otra manera, a su alrededor. Hay sorpresas creadas por sus proyectos. El Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi, al otro lado de la bahía de Guanabara, exactamente enfrente de Río de Janeiro, logró algo insólito: desde su creación, en 1996, recibe un público superior al de Maracaná, el templo del fútbol en un país de futboleros. La marca de Niemeyer es indefinible, según muchos arquitectos. Otros, los estudiosos, buscan raíces y explicaciones. Dicen, por ejemplo, que bebió en las fuentes del barroco, o mencionan la influencia de Le Corbusier, con quien Niemeyer trabajó en los primordios de su carrera, allá por los años veinte, y luego otra vez, en el proyecto de la sede de las Naciones Unidas en Nueva York. Rechaza eso de las influencias. Dice que aprendió de mucha gente, pero que es dueño de su trazo, el responsable de sus búsquedas. Para él, nada de eso importa. Arquitectura, para Niemeyer, es nada más que proyectar el espacio vacío. Es lo que hizo en Brasilia, y en todas sus obras. Otro de los grandes de la arquitectura brasileña, Sergio Bernardes, solía decir que los genios como Niemeyer suelen acabar en sí mismos: “Rodin no hizo escuela, ni Da Vinci, ni Miguel Ángel. Oscar tampoco creó una escuela”. Trabajó, desde siempre, con libertad. Jamás recibió órdenes, sino encargos. El comunista convicto, el ateo irreductible, proyectó templos, iglesias y catedrales para los más distintos credos. La más hermosa es la de Brasilia, con sus 16 columnas curvas, idénticas, diseñadas en círculo, que se levantan hacia el cielo como manos que se encuentran con un tono de súplica. No hay cruz, no hay imágenes tradicionales de santos. En otra catedral católica, la de Niteroi, otra ha sido la osadía: el edificio se eleva sobre columnas, en un terreno cercado por el mar. Dentro, las personas tendrán la sensación de estar sobre las aguas. Niemeyer dice que le gusta la idea de una catedral suspensa en el aire, para crear una atmósfera serena para que los creyentes puedan hablarle a Dios –un Dios que, para él, no existe–. Que nadie le pregunte cuál es su obra favorita, o de la importancia de la arquitectura. Se queja de no aguantar ya decir siempre las mismas cosas. “La arquitectura no tiene ninguna importancia”, fulmina con voz suave y cansada. “De Corbusier oí cierta vez que arquitectura es invención, y lo tomé como regla para mi trabajo. Pero lo más importante no es la arquitectura, sino la vida, los amigos, y este mundo injusto que debemos cambiar. Lo importante es mejorar el ser humano, sentir su fragilidad”. A veces, muy de tanto en tanto, deja escapar que, de Brasilia, le gusta especialmente la catedral, el conjunto del Congreso, con sus dos cúpulas invertidas, las columnas del Palacio da Alvorada, residencia presidencial, o el predio del Ministerio de la Justicia. Pero enseguida recuerda que el Memorial de América Latina, en São Paulo, le agrada mucho, y también la universidad que proyectó para Constantine, en Argelia, y ya no vuelve a mencionar la capital creada en tres años en medio de la nada e inaugurada en abril de 1960. De todo lo que hizo, reitera que el marco inaugural ha sido el conjunto arquitectónico del barrio de Pampulha, en Belo Horizonte. Brasilia es consecuencia de aquel trabajo. Y lo que vino después, y sigue viniendo, es consecuencia de todo. Ganó los premios más importantes del mundo. Admite que el reconocimiento es, siempre, algo agradable, pero no se deja impresionar demasiado. Repite, una y otra vez, lo de la importancia de los amigos y la necesidad de cambiar el mundo. Recuerda que hace algunos años, Fidel Castro comentó: “Parece mentira, pero ya no quedan más que dos comunistas: Oscar Niemeyer y yo”. Muestra más orgullo por la frase que por los premios. Tiene, en todo caso, y más aún a estas alturas de la vida, plena conciencia del respeto que su obra conquistó mundo afuera. En 1989, cierta tarde, me llamó a su estudio de Copacabana. Quería preguntarme algo urgente. “Es que me han dado un premio en España, y debo decir si lo acepto o no”, comentó. Luego dijo que era el premio Príncipe de Asturias. Expliqué que era el premio más importante de España. “¡Qué va!”, contestó coqueto a sus entonces 81 años. “Si fuese importante de verdad, no me lo hubieran dado...”. Se entusiasmó cuando supo que, además de una cantidad en dinero y el diploma correspondiente, ganaría también una escultura de Joan Miró. “Es que siempre quise tener algo de Miró”, explicó. ¿Y Brasilia? “Construir una ciudad ha sido fantástico. Le dio al pueblo brasileño la idea clara de que podía lograr lo que se propusiera. Pude hacer una arquitectura que sorprendía. Pero luego el sueño se acabó, precisamente en el día de la inauguración. No subí al palco de las autoridades: me quedé abajo, con los peones que habían trabajado para construir una ciudad donde no podrían vivir. El mundo soñado era imposible. Dejábamos de ser iguales”. André Malraux dijo un día que Niemeyer tenía “su propio museo de curvas, de recuerdos, de las formas más amadas”. Eduardo Galeano escribió que Niemeyer “odia el capitalismo y el ángulo recto. Contra el capitalismo, no es mucho lo que puede hacer. Pero contra el ángulo recto, opresor del espacio, triunfa su arquitectura libre y sensual y leve como las nubes”. De uno de sus mejores amigos, el antropólogo Darcy Ribeiro, muerto en 1997, oyó lo siguiente: “Oscar es la realización, hasta el límite, de la capacidad humana de crear belleza. Dentro de 300 años nadie se acordará de ninguno de nosotros, pero de él, sí”. Para Niemeyer, se equivocaron todos. Nada de eso tiene importancia. “La vida es un soplido. Todo acaba. Me dicen que después de que yo muera, otras personas verán mi obra. Pero esas personas también morirán. Y vendrán otras, que también se irán. La inmortalidad es una fantasía, una manera de olvidar la realidad. Lo que importa, mientras estamos aquí, es la vida, la gente. Abrazar a los amigos, vivir feliz. Cambiar el mundo. Y nada más”.
Por Eric Nepomuceno
una entrevista muy interesante de niemeyer hecha por la bbc, donde son las personas quienes preguntan al arquitecto.
Audio
y página
Página BBC
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